Viernes de reflexión Por Antonio Zamora
Los seres humanos siempre hemos tenido una actitud ambivalente con respecto a la autoridad. Por un lado, nosotros mismos la promovimos y le dimos forma a través de las leyes para poder vivir con prosperidad, armonía y seguridad. Pero por el otro, nuestra esencia de libertad nos conlleva a mirarla con recelo, incluso a retarla en ocasiones.
En este sentido, existen dos tipos de autoridad: la que ejerce el estado nación a través de sus funcionarios y la que emana de los liderazgos naturales o familiares. La primera es del tipo legal y político; la segunda, moral.
Y dentro del segundo tipo, tradicionalmente los padres eran considerados el modelo de autoridad que inculcaba a sus hijos la educación básica y los valores como el orden, el respeto, la honestidad, el trabajo y la responsabilidad, entre muchos otros.
Algo ha pasado en el mundo, quizá el acceso a la tecnología en los niños, la disponibilidad de información de todo tipo en los jóvenes o la saturación en las agendas de los mayores, que los padres han ido renunciando paulatinamente a ejercer este tipo de liderazgo en sus familias.
Ahora muchos papás prefieren visualizarse más como pares de sus hijos, en una relación de iguales, con la única encomienda de mantenerlos ocupados y lejos de los vicios, en el mejor de los casos. Compartiendo quizá algunas actividades y experiencias, pero más en el rol de compañeros y cómplices que de guías y educadores. Sucede lo mismo con algunos maestros, que han tenido incluso que relajar la formalidad de sus métodos de enseñanza, más por presión social que por iniciativa propia.
La democratización de los países ha llegado a las familias, donde muchas decisiones se toman por consenso y no necesariamente para bien.
Lo que necesitan nuestros hijos es un padre o una madre, ambos de preferencia, no un amigo. De esos tienen muchos en la escuela y tendrán más en la vida. La figura de los papás es insustituible. Es natural que los niños necesiten someterse a una autoridad. Requieren una figura paternal fuerte que los guíe con sabiduría, los corrija con cariño y los enseñe con el ejemplo. Si los progenitores renuncian a ello, la encontrarán en otro lado y tendrán problemas con la autoridad cuando atraviesen el difícil trance de la adolescencia.
Para nosotros, los padres, ejercer la autoridad ante nuestros hijos no es sencillo, y a veces es hasta doloroso. Pero debemos hacerlo siempre y a tiempo, si no, nadie más lo hará, cuando menos de la forma correcta.
Es cierto que nadie nos enseña a ser padres, pero en nuestro corazón, en nuestra conciencia y en nuestro instinto tenemos a los mejores consejeros para llevarlos por la ruta correcta.